El viernes, día 5 de noviembre, me levanté dispuesto y totalmente convencido de acercarme hasta el Valle de Aguas Tuertas. Mi cuerpo había descansado durante dos días y me encontraba con fuerzas de acometer los escasos 3 kilómetros desde el Parquing de Guarrinza.
Preparé todo lo que tenía que preparar y comencé a subir por la carretera de la Selva de Oza. A lo lejos, veía las montañas más nevadas que el día anterior, sin embargo, al estar el sol luciendo en Siresa no imaginé que la cosa cambiaría en pocos minutos.
Según iba subiendo poco a poco, el sol desaparecía para dar paso a nublados y algo de lluvia. Lluvia que se convirtió en nieve según me iba acercando al Parquing de Guarrinza. Al bajarme, todo el camino estaba cubierto de nieve y del cielo seguían cayendo más copos.
No obstante, me animé a subir (ya andando) por el camino. Pensé que quizás pararía de nevar y el tiempo me daría una tregua para llegar hasta Aguas Tuertas.
La realidad fue que según iba subiendo más y más, en lugar de remitir la nieve, iba en aumento. Al mismo tiempo corría mucho viento, que provocaba que la nieve me diera directamente en la cara (me quemé algo los labios). Por tanto, muy a mi pesar, tuve que tomar la decisión de darme la vuelta. Tampoco era cuestión de arriesgar a quedarse uno incomunicado o que tuviera algún resbalón. Además, también pensé que si lograba llegar, seguramente, tiraría dos o tres fotos y volvería al lugar de inicio, sin que lograra disfrutar plenamente del sitio. Ahora, ya tengo excusa para volver je, je.
No todo sería malo esa mañana, pues en la bajada coincidí con una chica cuyo objetivo era el mismo que el mío. Había venido desde Madrid para desconectar en la montaña. Le advertí diciéndole que cuanto más subiera, peor estaba la cosa. Ella tenía la misma sensación que yo: no quería volverse a la capital sin haberlo intentado.
Durante más de quince minutos estuvimos hablando. Me contó que había estado en Aguas Tuertas el verano pasado y me enseñó fotos que tenía en el móvil de ese día. Por mi parte, yo le conté mis sensaciones en el Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido, zona que ella no había visitado. Le animé a hacerlo al menos una vez en la vida. Y si podía ser en otoño, mejor que mejor.
Finalmente, nos despedimos y cada uno tiró por su lado: ella intentó su objetivo de llegar a Aguas Tuertas (desconozco si finalmente lo logró) y yo seguí bajando hasta el Parquing de Guarrinza para volver a Siresa. Al menos, la espina clavada que tenía por no haber podido llegar a mi destino fue más amena con el rato agradable que pasé charlando con ella.
Como iba a ser el último día que pasara en la Selva de Oza, estando ya en las zonas sin nieve, me entretuve haciendo algunas fotos con el trípode, que casi no había tocado en los días de ruta.
A mi llegada a Siresa, con cierto frío, me di una vuelta por los alrededores del Monasterio de San Pedro de Siresa, declarado Monumento Nacional hace casi 100 años.
A mediodía, estaba de nuevo en el hotel. Estaba a salvo de la nieve.
Mi último día de estancia por Los Pirineos lo pasé en el valle contiguo a Hecho: el Valle de Zuriza. Me despedí de este increíble cuento dando un paseo corto hasta Taxeras. Ese día estuve algo apagado, pues las vacaciones se me terminaban y, aunque tenía la sensación de que tarde o temprano volvería al Pirineo Aragonés, no me quería volver a mi tierra. Y es que la magia de Huesca en otoño ENAMORA.